NUEVA YORK ESPERA MI REGRESO.
No había pisado Nueva York en una década, y mientras descendía por la pasarela del crucero al puerto, al caminar por las calles de Manhattan, me encontré redescubriendo una ciudad que siempre había mantenido ese sabor inconfundible de la Gran Manzana. Los rascacielos, altos y orgullosos, parecían competir entre sí por tocar el cielo. La historia estaba en todas partes: Nueva York es una ciudad construida por manos de inmigrantes europeos que llegaron con sueños y esperanzas.
En cada esquina, en cada barrio, se siente la mezcla de culturas, la fusión de idiomas y tradiciones que han dado forma a este lugar. Pero entre todos los sitios que visité hoy, hubo uno que destacó: el One World Trade Center. Erigido en el mismo lugar donde alguna vez se alzaron las Torres Gemelas, este edificio no es solo una maravilla arquitectónica; es un monumento vivo, un recordatorio imponente y solemne de la tragedia que esta ciudad, y el mundo entero, vivieron hace más de veinte años. Mientras contemplaba su brillante estructura, pensé en cómo la ciudad, a pesar de las cicatrices, ha sabido reinventarse, levantarse de sus cenizas como un ave fénix. Era un día soleado, perfecto para caminar, para perderse en el ritmo frenético de Nueva York. Sus calles, que una vez me parecieron caóticas, hoy las vi como arterias vivas de una metrópoli que nunca deja de moverse. Esta ciudad de 9 millones de almas es tan dinámica como contradictoria; se puede amar u odiar, pero jamás ignorar. Este reencuentro con Nueva York era solo un nuevo capítulo en la ruta por los mares del crucero que nos aguarda aquí por dos días.
ADIÓS NUEVA YORK
He estado en Nueva York con el tiempo justo para sentir su pulso vibrante y eterno. Al caer la tarde de ayer, fuimos al One World Trade Center, al piso 102 en el ascensor que sube en 47” para regalarme una mirada sobre la ciudad que nunca duerme.
Desde lo alto, la luz dorada del atardecer acariciaba los edificios, alargando las sombras mientras se despedía de la gran urbe. Hoy mi prima Carmen Elena Carrascal Córdoba, que se mueve aquí como si estuviera en Lorica, nos llevó a pasear en su convertible por Manhattan y Brooklyn. El aire estaba luminoso mientras cruzaba el puente de Brooklyn, dejando que la silueta de los rascacielos me envolviera. A lo lejos, el Manhattan Bridge también me saludaba con su arquitectura imponente, como si los puentes de la ciudad me despidieran uno por uno. Sentí el latido de la ciudad bajo mis pies, entre los autos y el murmullo de la vida. Todo parecía un perfecto caos ordenado, y yo era un testigo fugaz de su historia infinita. En capitán del barco anunció que en breve zarparíamos y que obtuvo permiso para dar una vuelta de 360 grados a la Estatua de la Libertad. —“!Alístense para sacar buenas fotografías!—, dijo. El barco avanza lentamente, y al compás de New York, New York de Frank Sinatra, comprendí que este adiós no será el último. La música llenaba el aire mientras los pasajeros comentan las maravillas de su visita de dos días a esta impresionante megalópolis. Tengo la certeza de que Nueva York siempre estará ahí, esperando mi regreso. Enrique Córdoba