Apego a los libros y Pedro Yanes
Apego a los libros y Pedro Yanes
By ENRIQUE CORDOBA
Imagino –porque me está ocurriendo– que sólo cuando uno se va llenando de años descubre que tiene un montón de libros, fajos de papeles y colecciones de revistas que no puede leer –aunque lo desea– porque el tiempo es cada vez más escaso.
En ese momento nos damos cuenta de lo corta que es la vida. Los días no tienen suficientes horas para disfrutar la lectura, la música y los viajes. Falta más tiempo para hacer tertulia con los amigos y producir dólares al mismo tiempo, con el fin de sobrevivir dignamente en tiempos inesperados.
Montones de libros esperan pacientemente en los anaqueles y nos miran desde hace años. Hay temas del conocimiento humano que nos persiguen y queremos estudiarlos con seriedad. Mientras tanto seguimos visitando cuanta librería se nos cruza en el camino, para comprar más títulos que se suman al inventario.
No sé si padezco de alguna adicción, de la que –a la hora de la verdad– dudo si me interesaría curarme, porque no hay nada más exitante que entrar a nuevas o conocidas librerías y hojear lo publicado; acariciar un libro producen una sensación gratificante. Manolo Salvat, Raquel Roque y Eduardo Durán, libreros de Miami, lo pueden explicar.
Víctima de ese apego, tengo volúmenes que me acompañan desde mi primera juventud y, negándome a abandonarlos, han compartido mi vida itinerante por varias ciudades de Colombia –primero– y luego en los países donde he tenido la suerte de vivir. Soy de los que por espíritu aventurero, oficio diplomático y curiosidad periodística he vivido, trabajado y hecho mercado en los cinco continentes, como diría mi paisano el escritor David Sanchez Juliao.
De la época de mi infancia trasteo desde Lorica, por ejemplo, los treinta tomos de El tesoro de la juventud, y El mundo pintoresco, de W.M. Jackson Editores, «planeado para suministrar al lector que no tiene los medios, la ocasión o el humor de viajar, la oportunidad de ver a través de la cámara fotográfica y de los ojos ajenos lo que de otro modo no habría podido contemplar».
Diez años después de haberme radicado en Miami –en febrero completé veintidos– todavía traía mezclado entre la ropa, maletas cargadas de libros de consulta o a medio leer, que me resisto a dejar.
»Guárdelas, que ya voy por ellas», le contesto a mi tía Blanca, en Bogotá, cuando hablo con ella y me pregunta: ¿Qué hago con esas cajas?» Se trata de colecciones del magazine dominical del diario El Espectador y El Tiempo que conservo porque contienen artículos y reportajes valiosos de la literatura de los sesenta y setenta. No boto esas cajas que esperan debajo de las camas de algunos familiares porque estoy seguro que los archivos me proporcionarán el reencuentro con agradables lecturas y me darán tema para escribir crónicas inolvidables.
Una de las reliquias que conservo aquí en Miami es la revista Cuadernos número 65 de octubre de 1962, editada en el 16, Avenue de l’Opera de Paris. El consejo de honor lo integraban Germán Arciniegas, Eduardo Barrios, Américo Castro, Rómulo Gallegos, Salvador de Madariaga, Francisco Monteverde, Francisco Romero, Luis Alberto Sánchez, Eduardo Santos y Erico Verissimo. Director, Julián Gorkin; redactor jefe, Ignacio Iglesias; miembros de la redacción Alberto Baeza Flores y Damián Carlos Bayon. En este ejemplar uno de los colaboradores es: Luis Aguilar León, «joven intelectual, profesor de literatura latinoamaricana en la Columbia University de Nueva York».
La publicación me la facilitó un día del siglo pasado el cubano Pedro Yanes, que reside entre autores, en Key Biscayne.
Desde la monumental librería Las Américas, Pedro fue el mayor difusor del pensamiento y libros en español que existió en Nueva York. De Cuadernos, Heberto Padilla, J.J. Armas Marcelo, Vicente Echerri y el lugar frecuentado de Union Square, en Manhattan, escribiré próximamente.
A propósito, ¿no será hora de hacerle un reconocimiento al librero Pedro Yanes?