El cuento del 20 de julio
El cuento del 20 de julio
La casa del florero en Bogotá le debe su nombre a un episodio que culminó en la guerra de independencia, cuando un comerciante español se negó a prestar un florero para una cena en honor al delegado real de Madrid.
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BY ENRIQUE CORDOBA
ESPECIAL PARA EL NUEVO HERALD
Para Pedro y María, quienes viven en Miami desde hace 30 años, la fiesta del 20 de julio es muy diferente a la que viven su familia y miles de compatriotas en Colombia.
Cuando ellos piensan en el 20 de julio, la cabeza se les llena de imágenes de su patria lejana. Dibujan en su mente el mapa con las tres imponentes cordilleras de todos los verdes, que se pueden tocar con las manos y los doscientos ríos. Recorren velozmente sus fronteras con los dos mares sobre el Atlántico y el Pacífico y se sitúan en la capital colombiana donde hay varios referentes de esa fecha, a su vez el día más mencionado en la vida del país.
Pedro y María, como la mayoría de los colombianos, asocian el 20 de julio con un famoso florero que este martes 20 de julio del 2010, cumple el primer bicentenario de haberse convertido en noticia internacional.
Alrededor del florero se produjeron acontecimientos que estremecieron a Colombia y conmocionaron a las Cortes de Su Majestad el rey Fernando VII de España. El adorno es un tesoro que con el tiempo se convirtió en una leyenda y se exhibe en la vitrina de una casa de dos plantas, pintada de color blanco con ventanas verdes y techo de tejas. Tiene balcones desde donde se divisa el Cerro de Monserrate al oriente, y por el otro costado la calle 10 y la carrera séptima. A la casona ubicada en una esquina de la Plaza Mayor de Bogotá, Pedro y María la vieron por vez primera en la página de un libro, en un grabado de la Historia de Colombia, autoría del Hermano Justo Ramón.
El caso fue que la negativa de un comerciante español, José González Llorente , de prestarle su florero para lucirlo en la cena que se ofrecía al delegado real de Madrid Antonio Villavicencio, provocó la ira de los hermanos Francisco y Antonio Morales y esa fue la chispa que encendió los ánimos de los criollos.
Si Llorente tenía una tienda de artículos en Bogotá, el hecho de pedirle prestado un objeto de su inventario fue sólo un pretexto de los criollos para generar un estallido social que se regó como pólvora por todas las poblaciones del país. Así nació el curioso episodio conocido como el Florero de Llorente, que dio lugar al Grito de Independencia de Colombia.
Mientras Pedro y María concurrieron a la escuela, el 20 de julio, tuvieron que ir todos los años a misa y Te Deum en la catedral, trajeados con el uniforme de gala, y asistir después a un acto cultural para escuchar el discurso del alcalde, declamaciones y poesías que mencionaban a los héroes de la patria.
Con el paso de los años pudieron entender la diferencia entre el 20 de julio de 1810 y el 7 de agosto. El primero tiene un significado político, mientras que el 7 de agosto de 1819, fue el día en el que tuvo lugar la Batalla de Boyacá. Fue un choque entre los ejércitos patriotas y las fuerzas españolas. Así se selló militarmente la independencia en el marco de la gesta libertadora donde intervinieron los ejércitos bajo el mando de Simón Bolívar.
De adultos la celebración adquirió otra importancia puesto que ese día el interés se centraba en el edificio del Capitolio nacional, en el costado sur de la Plaza Mayor, donde los miembros del Congreso de la República eligen al presidente de la Cámara y el Senado. Allí se posesiona el presidente de la República –cada cuatro años- y jura cumplir la Constitución y las leyes y presenta su informe a la nación todos los años.
Pedro y María recuerdan que el primer 20 de julio que pasaron fuera de Colombia experimentaron una extraña sensación. Cuando iban por la calle en Miami llevando la bandera de colores amarillo, azul y rojo, para reunirse con un grupo de compatriotas en el downtown, –a fin de rendirle homenaje a Colombia y cantar el himno nacional–, sentían que algo les revoloteaba por dentro.
–Ese es amor de patria–, le dijo Pedro a María. Eso sólo se siente cuando uno está lejos de la tierra–, agregó.
–Entonces yo amo mucho a mi país–, replicó ella. Y se explicó: el corazón me palpita de emoción. Extraño la familia, los amigos, la comida, los sitios donde disfrutamos los paseos. Siento que aquí no soy nadie, esto no es lo mío.
–A mí también me falta mi cielo–, dijo Pedro. Pero recuerda, nos vinimos para Estados Unidos a buscar las oportunidades que nos negó Colombia.
En esa época no había muchos colombianos en el sur de la Florida y por lo tanto para encontrar un restaurante con platos de la gastronomía colombiana había que caminar, porque existían muy pocos.
Llegaron hasta La Fondita de Arturo López, en Flagler –antes de fundar el Monserrate– y calmaron la sed del verano con un refajo mezclando cerveza Aguila y «Colombiana» helada. De almuerzo pidieron empanadas, un ajiaco santafereño y natas a la hora del postre.
Después se fueron a la esquina de Walgreens, en East Flagler, donde vendían la prensa colombiana –El Tiempo, El Espectador, El Colombiano, Cromos y El Heraldo–, que llegaban casi congelados entre rosas y pompones, en el llamado vuelo de las flores, pues era el único medio para informarse de las noticias de Colombia. No existía Radio Caracol, ni la W, ni había internet. Vicente Stamato, un argentino que por muchos años residió en Bogotá y que se había venido a Miami a crear una revista con otros colombianos, contaba a Eucario Bermúdez y al «Tigre» Rincón, en las mañanas en su oficina del Colombian Center 300 Aragón, al lado del Consulado en Coral Gables, su lucha de todas las noches. En el balcón de su apartamento le movía en todas direcciones la antena a un radio Sony de diez bandas, sufriendo al tratar de captar y que fuera audible la débil señal de las emisoras colombianas. Su objetivo era escuchar los partidos de fútbol y enterarse de la cotidianidad de su segunda patria, donde aún vive como un colombiano más.
Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde aquellas celebraciones del 20 de julio hasta hoy.
La Colombia del siglo XXI dista mucho de aquella nación de capital alejada y de espaldas a los hechos internacionales, acostumbrada a mirarse al ombligo.
Hoy uno de cada diez colombianos vive en el exterior y el impacto de la globalización muestra su cara con las remesas que benefician al país.
Esos millones de emigrantes han podido confrontar el desarrollo económico y calidad de vida en otros países, para verificar el sentido gerencial, la inteligencia y honestidad con las que sus gobernantes y dirigentes han sabido administrar y encaminar los recursos del país desde 1810 hasta el 2010.
Lo cierto es que su reconocido espíritu de trabajo, tenacidad y creatividad le han abierto paso a esos colombianos que hoy son apreciados dentro y fuera del las fronteras, por su talento y ansias de prosperidad.
Tres grandes oleadas de inmigrantes que empezaron a llegar a Estados Unidos en la década del cincuenta y tomaron fuerza en los últimos veinte años, conforman en la actualidad el bloque sólido de una comunidad que en el sur de la Florida supera los cuatrocientos mil habitantes.
Estos colombianos ya integrados a la vida política y económica de sus ciudades y condados, son parte esencial y protagonista en una sociedad que debe su grandeza a las corrientes inmigrantes.
Pedro y María suelen ir de paseo a Colombia para compartir momentos agradables con sus viejos amigos y familias. Se van de gira por los rincones del país y a veces sueñan volver a establecerse en el suelo que los vio nacer. Sin embargo lo dudan porque sus hijos ya están emparentados con cubanos y sudamericanos y sus nietos son anglosajones. Aman a Colombia y les emociona su realidad, al mismo tiempo adoran a Estados Unidos, al que le agradecen las oportunidades encontradas.
–Me fascina ir a Colombia–, dice Pedro. Pero no hay como Miami–, dice. En Miami está mi cama.