El monaguillo de Luyanó: ENRIQUE CORDOBA
ENRIQUE CORDOBA: El monaguillo de Luyanó
ENRIQUE CORDOBA
Luis Díaz, productor ejecutivo de WLRN-Canal 17, no olvida que cuando vivía en Luyanó, a la edad de 10 años tenía que salir a las tres de la tarde antes de terminar la matiné para ayudar a dar la bendición. Rezábamos las letanías, eran larguísimas: kyrie eleisón criste eleison, dice.
Luyanó –recuerda– era un barrio caliente, obrero, maderero, de trabajadores de la industria, tenía dos mataderos, una fábrica de cigarros, La Corona, y una fábrica de galletas.
A esa edad, ocho, diez años, fui monaguillo de la Capilla del Sagrado Corazón de Jesús, eso era en Los Angeles. El convento de las monjitas estaba frente de la clínica Hijas de Galicia y el párroco era el padre Juan, “un vizcaíno”. Era un hombre tipo leñador, yo lo veía enorme, yo era niño. Se peinaba bajito, al alemán. Tenía una clase de cuello, eso era lo más grande del mundo. Cuando tú eres niño, ves las cosas más grandes.
Entonces fuimos colegas en aquellos tiempos –le dije–. La misa era en latín y de espaldas a los feligreses.
En prueba recité de memoria un fragmento: Ad Deum quiletificat juventutem meam.
Claro, el confiteor y el suscipiat eran los más difíciles de aprender, replicó.
Suscipiat Dominus sacrificium de manibus tuis. Entonamos al unísono. Verificamos que en efecto pertenecimos a un grupo que creció cobijado por costumbres cristianas, inculcadas en el hogar y enseñadas en la escuela y la catequesis.
Ser monaguillo tenía sus ventajas en Lorica, mi pueblo colombiano. Las trece monedas de las arras, en los matrimonios, eran para los acólitos. Fue una costumbre hebrea que adoptó la Iglesia Católica para simbolizar entre los contrayentes el acuerdo de “lo que es mío es tuyo”.
Los sábados en época de cosechas, cuando los patronos pagaban los trabajos de campo, llegaban en canoas de los caseríos de las riberas del Sinú hasta una docena de parejas de novios, de manera que hacíamos nuestro agosto.
Además, con la patena tocábamos la barbilla de las niñas hermosas, cuando se arrodillaban a comulgar.
Y no se diga del uso de la campanilla, a la hora de la elevación o del dominio del incensario en días de purificación. A nosotros no nos daban nada, se lamenta Díaz.
Según él, después de la misa al cura le servían una cafetera de café, otra de leche caliente, jugo y frutas, y pan con mantequilla en el desayuno –un desayuno con todos los hierros– “y a mí solamente me daban café con leche y tres bizcochitos”.
Medio siglo después de aquellas vivencias, Luis no ha podido superar esa discriminación.
¿Por qué? ¿Cuál era la diferencia? Una bandeja grande parecía de plata con todas esas cosas para él. Y a mí me lo entregaban por la ventana a través de un torno, que giraba, unas monjas que no se les veía la cara, que hacían votos de pobreza.
“No puedo entender por qué esa diferencia?”, se pregunta todavía, acariciándose su cuidada barba canosa.
En Cuba, meca del buen béisbol, hasta el cura, aunque hubiera nacido en España, se interesaba por la “pelota caliente”.
Me pedía que le sacara el score de los peloteros, el average de bateo de la liga profesional. Los protagonistas eran Habana y Almendares, Marianao y Cienfuegos. “La gente se mataba por sus equipos”.
Yo estaba muy envuelto en la iglesia –sostiene Díaz– porque mis padres, mi madre más que mi padre, era muy religiosa y yo me crié en eso. Me gustó, yo hice misa hasta con el cardenal Arteaga, misas complicadas cantadas. Querían que yo me fuera para el seminario a México, pero no se dio.
¿Cómo te imaginas tú de cura?
Un cura bueno, responde. Chico, quizá hubiese sido el primer papa de Cuba. Jajaja.
Ser cristiano de muchacho me ayudó enormemente, reconoce Luis. Por lo menos para no caer en situaciones malas, por eso traté de hacer lo mismo a mis hijos. Te ayuda a alejarte de cosas que no son correctas. Y yo vivía, ya te lo dije, en un barrio donde había de todo, y gracias al Señor seguí el camino correcto. Hubo un momento en que como todos, me alejé. Tú creces y empiezas a cambiar y me alejé de la iglesia. Tú sabes, en Cuba con Castro, donde hay tanto rencor y odio. ¡Pero qué cosa interesante! Soy católico, apostólico y romano. Un locutor en La Cubanísima, yo trabajaba con Agustín Acosta, orábamos y me hizo leer la Biblia y leí a Mateo. Y ese guatemalteco, siendo bautista, me hizo regresar a mi iglesia. Un día se fue de vacaciones y me pidió que lo reemplazara en la oración. En ese momento cambió mi vida, me acercó al Señor y mejoré. Yo antes era violento, no perdonaba. Cambió mi vida, yo creo que para bien. Cuando cambias y miras la vida de otro ángulo, creces. No solo te ayuda como ser humano, sino internamente te cambia.
Las anécdotas y los testimonios de fe son de ayer. Hoy Luis Díaz libra una nueva batalla para evitar que el recorte de presupuesto afecte la programación en español de WLRN-Canal 17.
enriquecordobaR@gmail.com