En la geografía de la desigualdad
En la geografía de la desigualdad
ENRIQUE CORDOBA
Lunes, siete de la mañana. Le pido un café a Margareth Soares, en el mercado del nordeste de Sao Paulo, Brasil. Lo sirve de uno de los termos de su carrito y mientras lo saboreo responde a mi pregunta.
–Me levanto a las 3 de la mañana, hago nueve termos de café y vengo en bus a venderlo.
Esta mujer, que aparenta mucho más de los 34 años que dice tener, sale de Casuariña todas las mañanas y hace un recorrido de 25 minutos en bus, con la ilusión de que sus clientes habituales amanezcan con ganas de tomar café en el mercado donde consigue para sobrevivir.
–Nací en Bahía– dice– pero viajé a Sao Paulo buscando mejor suerte.
Eso pensarán sus tres hijos, que sobreviven con el producido por las infusiones de café. Su mejor cliente es Eulalio Silva, quien trae verduras frescas, brócolis y zanahorias de una chacra ubicada a cien kilómetros.
Margareth es cabeza de una de las 11 millones de familias pobres del gigantesco país del fútbol, la samba y los desequilibrios sociales.
Todo es lo »mais grande do mundo», en este país. Desde el carnaval de Río de Janeiro hasta el estadio Maracaná. También produce vergonzosas noticias:
La cantidad de familias ricas se duplicó en Brasil en los últimos 20 años. Los poderosos son el 2.4% de la población y se localizan en Sao Paulo y Río de Janeiro. Lo grave es que también aumentó el número de pobres.
El libro Atlas de la exclusión social del Brasil. Los ricos en Brasil se basa en los censos de 1980 a 2000, y muestra el desafío del gobierno para llevar alivio a los desposeídos. Las familias ricas pasaron de 507,600 a 1,162,164, según el estudio realizado por cuatro universidades de Sao Paulo. Cinco mil familias son dueñas del 46% del PBI de Brasil. La geografía del hambre limita con la violencia y la criminalidad.
Leo con estupor conclusiones de un estudio: »Números de miedo del Brasil»: 40,000 es el promedio anual de asesinatos que se cometen en Brasil, cifra considerada equivalente a un país en guerra. 23.8 es la tasa de homicidios en Brasil por cada 100,000 habitantes, un indicador que ha crecido de modo geométrico en los últimos años. 420,000 es la población de presos en Brasil, de los cuales 65% tienen entre 18 y 24 años. De ellos, el 70% son reincidentes.
Tarde veraniega. Dos noches atrás viví una experiencia terrible. Subí a un autobús en un paradero de Ipanema, frente al hotel Olinda Otón, con la idea de conocer algunos barrios de Río de Janeiro. El autobús se fue abriendo camino por entre oleadas de transeúntes y de edificios de apartamentos a la orilla del mar, tan lujosos, que no se equivocaron sus urbanizadores en denominarlos Miami y Tiyuca.
Más de una hora después de un recorrido laberíntico, entrando y saliendo a barriadas, el chofer se estacionó y anunció el final de la jornada. Afuera es noche y en el interior del bus prima la desconfianza y todo es sombrío, con tono de espanto. Quedamos sólo tres pasajeros. Aparté la oscuridad y divisé un letrero pintado con cal sobre una pared que decía »Agua para Rosihña». Miré a mi alrededor y con el asombro que surge de un acto irresponsable, me di cuenta de que estaba inmerso en la vulnerabilidad de un territorio sin Dios ni ley.
El panorama no podía ser peor. Viviendas en ruina y abandonadas; basuras dispersas, olor a diablo, ratas cruzando la vía y perros y gatos merodeando. Al frente escoria y más allá más edificaciones decadentes, calles polvorientas bajo las tinieblas. »Dónde he caído», me dije, y busqué la manera de que nadie notara el miedo que me carcomía las vísceras. «En este barrio cayó una bomba atómica y lo acabó todo –pensé–, pero no fue hoy, porque si fuera reciente, la miseria no estuviera tan enraizada en la atmósfera».
Caminé unos metros con el delirio de alguien que cree que todos le persiguen y metí la nariz en una barraca buscando orientación para regresar a Copacabana. Choqué con otra sorpresa. Un antro de poca luz donde cuerpos perdidos consumían droga sin saber de dónde eran vecinos. Acudí al mismo ardid que me ayudó a salir de una encrucijada similar en Tailandia, y así pude llegar sano y salvo al hotel, casi a la medianoche.
–Eres un loco– me dijo el uruguayo Alvaro Gustavo Arias, gerente del hotel–. Estás vivo de milagro. Rosihña es una de las favelas más peligrosas del Brasil. Tiene casi un millón de habitantes y todos los días hay muertos y enfrentamientos entre grupos juveniles y bandas del narcotráfico.
El auge de la criminalidad es uno de los grandes desafíos del gobierno de Brasil.
Hojeo un libro de Rubén Fonseca y en una librería del centro y el diplomático colombiano Juan Lozano me llama la atención. Mira lo que viene allá. Al comienzo no estaba seguro si eran dos guitarras con cuerpo de garotas o dos sensuales mujeres con cuerpos de guitarras. Todo es posible en este país alucinante que lo tiene todo.
ecordoba@caracolusa.com