A TERRANOVA POR EL MAR LABRADOR
POR: ENRIQUE CÓRDOBA ROCHA
A las nueve de una noche de agosto, navegando por el Mar de Labrador, con el frío cortante en el rostro, no pude evitar imaginar a los primeros europeos que surcaron estas aguas siglos atrás. Los vikingos, intrépidos navegantes, llegaron a estas costas alrededor del año 1000, dejando su huella en L’Anse aux Meadows, donde encontraron un nuevo mundo hostil y primitivo. Más de 500 años después, fue Giovanni Caboto quien se aventuró aquí bajo la bandera inglesa, buscando rutas hacia Asia pero encontrando Terranova, abriendo el Atlántico a Europa y sembrando las semillas de la colonización. Ahora, mientras me acerco a St. John’s, siento la historia fluir junto a las olas, un eco de aquellos que llegaron antes que yo, enfrentando lo desconocido.
El paisaje ártico es de témpanos flotantes. Desde hace dos días, no hemos visto tierra; solo mar. El anuncio por megafonía del crucero nos informa que a medianoche debemos retrasar los relojes media hora. El ambiente en el barco es agradable, con numerosas salas, clubes y teatros que ofrecen entretenimiento a cada paso. De los dos mil quinientos pasajeros a bordo, ochocientos se embarcaron en Miami el pasado septiembre, cuando el crucero partió para darle la vuelta al mundo, un viaje que culminará el 10 de septiembre, regresando a la capital del Sol, en la Florida. He conocido a nuevos amigos durante esta travesía, cada uno con historias de aventuras que contar, y todos parecen satisfechos con la experiencia. Y cómo no estarlo: creo firmemente que en la vida vale la pena vivir una experiencia así, explorando el mundo a bordo de un hotel flotante. A la hora del desayuno, desde el restaurante lo primero que divisamos en el Atlántico canadiense fueron los acantilados, bahías y playas rocosas.
St. John’s fue un pequeño asentamiento de pescadores ingleses y portugueses. La Water Street, es una calle está situada a lo largo de la costa y se desarrolló como una vía central debido a su proximidad al puerto, facilitando el comercio y el acceso al mar. Nuestra visita en una excursión a bordo de un bus que debió salir de un museo de antiguedades, incluyó el faro más al Este de América, en Signal, donde Marconi recibió en 1.901, la primera señal de radio trasatlántica sin cables. La señal fue enviada desde Inglaterra. Caminamos por calles estrechas, con casas pintadas de colores. También fuimos al pintoresco Quidi Vidi Village, un pequeño puerto pesquero. “Este es el lugar más lluvioso de Canadá; no me pregunten porque estamos aquí”, dijo el guía, con sarcasmo. Esto hace de St. John’s un lugar inolvidable.
WATER STREET
Caminé por Water Street, la arteria más antigua y vibrante de St. John’s, como si estuviera explorando el alma misma de la ciudad. Cada paso sobre los adoquines antiguos resonaba con las historias de aquellos que, siglos atrás, fueron los primeros en habitar estas tierras. Los Beothuk, los pobladores originarios de Terranova, surcaban estas costas mucho antes de que los colonizadores europeos llegaran a establecerse. Sentí que al caminar por esta calle, estaba trazando el eco de sus huellas, aunque las voces de la ciudad hacía que esos ecos fueran apenas perceptibles. A medida que avanzaba, el ambiente de la calle se transformaba en una especie de collage cultural. Water Street tiene esa magia de mezclar lo antiguo con lo nuevo, lo histórico con lo moderno. Los nombres de las intersecciones se me quedaban grabados como un mapa en la mente: George Street, con su fama de ser la calle con más bares por metro cuadrado en Norteamérica, y Beck’s Cove, recordando los tiempos en que la pesca era el sustento principal de esta región. A lo lejos, el Harbour Drive ofrecía vistas de la bahía, y por un momento, el olor a salitre me transportó a la era de los balleneros. Pasé frente a coloridos edificios que parecían sacados de una postal. Estos colores contrastaban con el gris omnipresente del cielo. A la altura del Duke of Duckworth, un bar icónico que se siente como un rincón del viejo mundo, entré a probar una cerveza local. Adentro, la atmósfera era amigable. A medida que me acercaba al tramo de la calle bloqueado, noté un cambio en el aire. Los murales llenos de grafitis comenzaron a aparecer, obras de arte callejero que contaban historias más recientes. Las imágenes en las paredes hablaban de luchas, de juventud.
Ahí estaban los sin techo, rostros que mostraban el desgaste de una vida en las calles, algunos pidiendo unas monedas, otros simplemente perdidos en sus pensamientos. Vi a un grupo de policías, uno de ellos montado en un caballo negro, vigilando la zona y retirando a aquellos drogados, sentados en la calle, que no tenían a dónde ir. En ese momento, una sensación de tristeza y nostalgia me invadió. Era difícil no pensar en lo que esta calle había visto a lo largo de los siglos: desde los primeros pobladores hasta los marineros, los inmigrantes, y ahora, aquellos que luchan por sobrevivir al margen de la sociedad. Water Street, con toda su historia y color, me recordaba que cada ciudad tiene su lado oscuro, pero también su lado luminoso, y que ambos son esenciales para entender su verdadera esencia. El bullicio comenzó a desvanecer, y yo regresé al puerto. Desde la cubierta del barco, observé cómo la ciudad comenzaba a encender sus luces mientras el sol se ocultaba detrás de Signal Hill. Sabía que pronto pondríamos rumbo a Halifax, última etapa en Canadá, de esta travesía por el mundo, pero una parte de mí quedaría en Water Street, atrapada en ese mosaico de historias. Enrique Córdoba