HALIFAX MEMORIA DEL TITÁNIC

POR: ENRIQUE CÓRDOBA ROCHA

Mi llegada a Halifax fue como abrir un libro de historia, cuyas páginas se despliegan en cada rincón de esta ciudad marítima. Apenas pisé tierra, supe que este lugar no era solo un puerto más en mi travesía, sino un sitio donde las olas del Atlántico llevan consigo historias profundas y a veces dolorosas. Los días que pasé explorando sus calles y museos fueron como un recorrido a través del tiempo. Cada edificio y rincón cuenta una historia de lucha, esperanza, y en algunos casos, tragedia. Me impresionó la riqueza cultural y la amabilidad de su gente, pero hubo un capítulo en particular que dejó una marca indeleble en mi memoria: la historia del Titánic. Recorrer el puerto y conocer el papel crucial que Halifax desempeñó tras el hundimiento del Titánic en 1912 me llenó de un respeto solemne.

Este puerto, en lugar de ser solo un testigo silencioso de aquella tragedia, fue un actor clave en la recuperación de los cuerpos que flotaban en las aguas heladas del Atlántico. Los barcos que partieron de Halifax en aquella misión no solo transportaron cadáveres, sino también el peso de un dolor inefable que marcaría para siempre a la ciudad. Caminando entre las tumbas de las víctimas del Titánic, en el cementerio, la atmósfera se tornó más densa, casi palpable. Ver las placas con nombres grabados, y otras tantas con la inscripción «Desconocido», me produjo un nudo en la garganta. Estos sepulcros son mudos testigos de una tragedia que se llevó vidas y dejó a muchas familias sin respuestas. Me detuve ante una de esas tumbas sin nombre, y no pude evitar pensar en las historias que quedaron inconclusas, en las vidas truncadas de forma tan abrupta. Halifax es más que un punto en el mapa; es un recordatorio de que la historia vive en cada ola que rompe contra su costa, y en cada tumba que guarda los secretos de un pasado que nunca debemos olvidar.

A bordo del crucero, los días se suceden como capítulos en un libro. Entre las muchas caras que han pasado en estos tres días, una en particular se ha quedado grabada en mi memoria: la de SX, una mujer cuya vida podría llenar varias novelas. Su cabello oscuro y su andar decidido, a pesar de su ceguera, la hacen destacar entre los pasajeros. Nos conocimos en una de esas cenas que, más que saciar el hambre, alimentan el espíritu. SX es una americana que sirvió en los servicios militares en Colombia, una experiencia que podría dejar cicatrices en cualquiera, pero a ella le fortaleció la curiosidad insaciable por el mundo. La fotografía fue su pasión y su arte. Me contó sobre los días en que capturaba la esencia de los artistas más famosos con su cámara. Pero la vida, con su caprichoso sentido del humor, decidió intervenir. Un motociclista la atropelló, un golpe contra el pavimento, y de pronto, la vista se le escapó. Cualquiera pensaría que esa pérdida la detendría, pero SX encontró una nueva forma de ver: unas gafas negras equipadas con tecnología de punta que describen lo que la rodea. Con ellas, camina por el barco con una velocidad que desafía su condición, como si pudiera percibir el mundo de una manera que va más allá de lo visual. SX también tiene un talento especial para los juegos de azar. En una noche de conversaciones y risas, nos llevó al casino y nos mostró cómo ganarle a las maquinitas. No fue un truco de suerte, sino una estrategia que reveló con una sonrisa cómplice. Probamos su método y, para nuestra sorpresa y deleite, las monedas comenzaron a llover. Pasamos horas allí, entre luces parpadeantes y sonidos que, en otro contexto, podrían haber sido alienantes, pero que esa noche se convirtieron en la banda sonora de una victoria compartida. Este viaje alrededor del mundo es mucho más que un simple recorrido; es un crisol donde se forjan las experiencias que, un día, formarán parte de la novela que aún estoy escribiendo. Ahora el crucero saluda la Estatua de la Libertad desde las aguas del Rio Hudson.

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